José de San Martín tuvo siete vidas. La primera transcurrió entre el día de su nacimiento y los veintidós años, cuando era teniente de los ejércitos reales de España y fue atacado por cuatro forajidos que lo asaltaron y lo dejaron agonizando en el camino de Valladolid a Salamanca. Lo salvó el general Francisco Negrete que por fortuna lo encontró a un costado del sendero.
La segunda vida le duró hasta que, a los treinta años, estuvo a punto de ser ejecutado por el enardecido pueblo español. Ocurrió en Cádiz, a fines de mayo de 1808. Las hordas acusaban de ser afrancesados a los oficiales españoles.
El general Francisco María Solano se escondió en un mueble, pero fue descubierto. Lo acuchillaron y ahorcaron. San Martín, que estaba con él, logró huir de un grupo furioso que lo perseguía y un monje capuchino lo metió en su convento. Al día siguiente lo sacaron disfrazado de la ciudad.
La tercera vida le duró apenas un mes. El 23 de junio de 1808, en Arjonilla, al frente de sus hombres en la carga a los franceses, cayó del caballo y fue rescatado de las bayonetas enemigas por Juan de Dios, un soldado que lo levantó del piso.
La cuarta vida se extendió hasta el 3 de febrero de 1813, en San Lorenzo, cuando el soldado Juan Bautista Cabral —luego ascendido a sargento— pagó con la vida, cubriéndose de gloria, haber retirado al comandante del peligro, ya que estaba siendo aplastado por su caballo.
En 1826, con cuarenta y ocho años, llegó el final de su quinta vida, luego de que volcara la galera en la que viajaba por los caminos de Inglaterra. Lo sacaron de abajo del carruaje. Pasó varios meses en cama por los traumatismos y la cicatrización de las heridas provocados por los fragmentos de vidrio de la ventana.
La sexta y penúltima vida de San Martín terminó en Roma y es uno de los episodios más desconocidos de la historia del Padre de la Patria:
A fines de 1845, San Martín vivía en París. Su salud flaqueaba, le pesaban los sesenta y siete años, y le pareció que una gira por Italia podría sentarle bien. El viaje lo haría en compañía de su mucamo, pero necesitaba alguien más con quien contar en caso de que sobreviniera una complicación. Allí surgió el nombre de un argentino: Gervasio Antonio de Posadas. Era nieto y homónimo del director supremo (su abuelo había muerto en 1833). También era sobrino de Carlos María de Alvear (enemistado con San Martín). Iba a ser el director de Correos de los presidentes Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento. Cuando San Martín cruzó los Andes, él tenía dos años. Ahora, con treinta, acompañaría con gusto al general en su paseo por Italia.
San Martín le explicó cómo debía actuar frente a diversos problemas clínicos. Gervasio Posadas memorizó nombres de remedios y acciones a seguir. Entre otras tantas cosas que conversaron, el Libertador le dijo que estaba interesado en comprar un busto de Napoleón, a quien admiraba.
Pero una noticia fatal iba a suspender la recorrida de shopping. Una noche de febrero de 1846, Posadas llegó tarde al hotel y fue a acomodarse en su cuarto. Al instante, golpearon su puerta. Era el mucamo de José de San Martín, quien le anunció con tono informativo y gesto adusto: “El señor general se ha muerto”.
Posadas corrió al cuarto de San Martín. Lo observó tirado en la cama, inmóvil y tieso. Tomó remedios del botiquín y se los inyectó al cuerpo inerte. El general volvió en sí ante la sorpresa de su mucamo personal, quien nunca antes lo había visto tan muerto. San Martín había sufrido un nuevo ataque de epilepsia que lo dejó tendido, con sus signos vitales muy disminuidos. Esa madrugada aumentó la lista: Francisco Negrete, Juan de Dios, Juan Bautista Cabral, el monje capuchino, los ingleses que lo sacaron de abajo del coche que volcó y Gervasio Antonio de Posadas.
Poco más de cuatro años duró la séptima vida del Libertador, hasta el sábado 17 de agosto de 1850.
Por Jorge Osvaldo Almeida Barbosa.
Región Litoral.
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