En un pueblo de la campaña de la provincia de Buenos Aires, había un curandero muy acreditado. Todos lo consultaban por problemas de salud, amor y dinero. Jeremías, ese era el nombre del curandero. Le gustaba que lo llamaran hechicero; hijo de madre pampa y padre criollo, era un referente en la comunidad. Vivía sólo, como aconsejaba la tradición. Esa era la forma de mantener sus poderes y contactos con el más allá. Como todo curandero, tenia silencios seguidos de volcanes de palabras llenas de reflexiones. Y, en especial, consejos para los pacientes, haciendo relucir sus contactos con el mundo de los muertos y su capacidad para conocer el mañana; el presente y pasado, era tarea de quienes lo consultaban. Una tarde, acude a su rancho Marcelino Fernández, un notorio comerciante del pequeño poblado. Su preocupación, no era el amor, el dinero, ni la salud. Sorpresivamente para ese tiempo; era su calvicie. Marcelino, era el propietario del almacén de ramos generales, tragos y demás ofertas de ese tiempo. Tenía 40 años, soltero, con el trabajaban su hermana, cuñado y dos chicos que se dedicaban a tareas generales. El comerciante, al igual que Jeremías; era muy conocido, aunque este –al contrario que el hechicero–, era reservado y casi silencioso. Intercambiaba las palabras necesarias con los clientes; el resto eran los que mantenían el ambiente más llevadero en el negocio. Marcelino le comenta que está cansado que las personas se rían de su calvicie; si bien nadie se lo dice en la cara, se da cuenta que por detrás todos se ríen; a veces hasta escucha carcajadas. La palabra pelado, es la más repetida entre los clientes de su establecimiento. Jeremías, escucha el escueto propósito que llevó a Marcelino a su rancho, pone cara de comprensión, luego desata un torrente de reflexiones terrenales y del otro mundo; al final, le hace una pregunta, con el entrecejo fruncido, dando muestra de la importancia de la cuestión: –¿Marcellino, usted está seguro que quiere volver a tener pelo? Antes que respondiera a la pregunta del hechicero, este le recomienda: –Mire amigo, tengo todos los poderes para satisfacer su pedido, pero esto, no es de apuro, así que tómese tres días con sus noches. Vuelve y me responde. Así acordaron y Marcellino se fue pensativo a su almacén. A los tres días y tres noches, vuelven a encontrarse hechicero y comerciante. Marcellino le dice que no tiene dudas; quiere tener pelo, una cabellera como la de Jeremías, larga y tupida. Eso si, no negro azabache: quería que fuera rubia. Jeremías, con gesto adusto, le explicó el tratamiento a seguir para tener esa cabellera tan codiciada: –Busque un sapo viudo… –¿Cómo encuentro un sapo viudo?, preguntó incrédulo Marcellino. –No se preocupe que lo encontrará: eso si, sólo tiene cinco días para este primer paso. Una vez que tenga el sapo viudo, se lo pasará por su calvicie al amanecer durante diez días… –¿Y así tendré esa cabellera? –Así la tendrá–. respondió Jeremías sin mucho entusiasmo Cuando faltaban horas para terminar el quinto día de búsqueda del sapo viudo, observa un batracio que andaba a los saltos rodeado de varias hembras de sus congéneres. Sin pensarlo, con un certero manotazo, lo agarra y lo lleva para el almacén. Así empieza el tratamiento. Todos los días, al amanecer, Marcelino se pasaba al cuidado sapo por su pelada reluciente; al acostarse a la noche, miraba su cabeza y todo seguía igual. Al final, llega el décimo amanecer y Marcellino, por última vez, pasa, a esa altura de los acontecimientos, la resplandeciente panza del sapo por su cabeza. El hechicero, no le había dicho en qué momento tendría su prolongada melena dorada. Supone que será al amanecer. Durante todo el día no puede con su ansiedad. Cena más tarde que nunca y se va a dormir, tarea nada fácil con las tremendas expectativas que tenía… Al día siguiente, su hermana preocupada por la ausencia de Marcellino, golpea la puerta de su habitación varias veces, hasta que decide entrar. Marcellino no se encontraba, toda la familia y el pueblo lo buscan por todas partes, mientras que un pirincho acompaña la búsqueda y de vez en cuando para en el rancho de Jeremías, el único del pueblo que no se había sumado a la infructuosa pesquisa. Jeremías llama a la hermana, le dice que no se preocupe que Marcellino está bien, casi no podían hablar por el bullicioso pirincho que no paraba de utilizar todas las vocalizaciones posibles. Al final, la hermana, sigue el sabio consejo de Jeremías. El pirincho jamás se fue del pueblo, solía pasar su tiempo entre el almacén y el rancho de hechicero, siempre reluciendo su plumaje y haciendo escuchar su canto ausente de armonía. Jeremías, tataranieto del viejo hechicero y seguidor de la magia heredada, dice siempre, a quien quiera escucharlo, que los paisanos son los menos pelados. Esto se debe a que todas las mañanas, cuando se cruzan con el primer pirincho, lo saludan respetuosamente desnudando su cabeza. Muchos hombres de campo, confirman lo dicho por el heredero de magias ancestrales.
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