Sus plumas, por el contrario, tuvieron gran demanda. Los mbayas, del Paraguay actual, las usaban en sus tocados y como abanicos, para hacerse viento y encender el fuego. Los onas fabricaban con ellas diademas ceremoniales. Y los guerreros araucanos jamás olvidaban llevar a combate un adorno de plumas de carancho y otras rapaces, quizás para obtener una dosis extra de coraje y ligereza.
Los mapuches lo consideran un ave agorera: si se les cruza un número impar de ejemplares, señal de muerte. Parecida interpretación hacen algunos de nuestros paisanos cuando lo ven arrastrarse con las alas extendidas. Los onas, en cambio, creían que era capaz de atraer tormentas desde el sur, su legendario lugar de origen. Solo había una manera de frustrar sus planes: tratarlo de glotón apenas comenzaba a aletear y gritar llamando a la nieve.
El carancho debe sus papeles más descollantes a la mitología de los pueblos nativos del Chaco, donde, combinando picardía y sortilegio, derrota a monstruos.
Los chorotes cuentan que robó el fuego al pájaro carpintero para entregárselo a los hombres y, de yapa, les enseñó el uso de redes y otras artes de pesca. Entre los komlek también es el héroe que consiguió el fuego y el shamán que curó el primer picado de víbora, succionando la herida y entonando cantos sagrados.
Los tupi-guaraní adjudicaban un mágico poder a las plumas de carancho pulverizadas. En el Brasil colonial se decía que la raspadura de sus uñas y de su pico, es uno de los más eficaces contravenenos que se hallan en el mundo; y que sus plumas, su carne y sus huesos curan muchas enfermedades.
TEXTO: especialista Luciano Echeto
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