Corría por la aldea como ningún otro chico. Parecía siempre disparado por alguna extraña máquina que no le dejara detenerse. Tenía hormigueros bajo los pies o simplemente se trataba de un chico travieso e inquieto. Fuera lo que fuere era siempre él con su cuerpito esmirriado quien lideraba las andanzas de los niños de la aldea por los alrededores.
Aventuras de importancia se contaban entre sus logros.
Muchas veces sus padres debieron reprenderlo por excederse en sus juegos.
Le decían mberu’i porque siempre andaba por ahí zumbando.
Lo cierto es que el chiquilín siempre tenía una contestación simpática a flor de lengua. Uno le decía tal o cual cosa y él le desarmaba a uno con una respuesta que convocaba a la risa.
Así pasaban los días, nadando en la costa del río. Trepando a los árboles. Subiendo a los cerros. Haciendo excursiones por el monte. Robando nidos. Juntando caracoles. Haciendo patitos sobre el agua con piedras planas.
Muchos le habían dicho que esa manera de ser le iba a acarrear desgracias en el futuro pero el pequeño no hacía caso de las palabras de los mayores. Volvía a responder con otro chiste y desaparecía yéndose a proseguir sus aventuras.
Una tardecita descubrieron un gran grupo de árboles de guavira pytã del otro lado del cerro y como era muy tarde calcularon todo para atacar las frutas al día siguiente bien temprano.
Tal como lo habían planeado, al día siguiente el chiquilín y sus amigos se fueron de excursión bien temprano. Llegaron al otro lado del cerro y ubicaron los árboles de guavira pytã. Sin pensarlo ni un momento y haciendo un gran estruendo subieron a los árboles y se pusieron a comer las sabrosas frutas. Acertó a pasar por allí un anciano que venía de otras tierras. Sus provisiones se habían acabado y necesitaba algo con que saciar el hambre. Así que, viendo la turba de chiquillos sobre los árboles se detuvo y en una pausa de las chanzas que se lanzaban unos a otros les dijo: “Niños, vengo de muy lejos y ya no me quedan provisiones, como ven soy viejo y no podría trepar a los árboles, ¿serían tan amables de acercarme alguna fruta para saciar el hambre?”.
Una vez que el viejo hubo terminado su pedido las risas se reanudaron. Esta vez el centro de las burlas y chanzas era el anciano. Lo invitaban a subir a los árboles, a jugar con ellos, le faltaban el respeto... Pero alguien los observaba. Allí estaba, no frente a ellos, pues nunca se hubiese mostrado ante los niños, pero sí viéndolos. El ka’aguy póra no pudo soportar más aquello y un sólo rayo de sus ojos lanzó hacia los niños que quedaron convertidos en ka’i. Los chiquilines intentaban aún sin darse cuenta de que habían perdido el habla comunicarse entre ellos. Sólo unos chirridos horrendos salían de sus gargantas. Sus nuevos cuerpos les permitían dedicarse para siempre a la broma, pero no disfrutar jamás de la superioridad humana. Así, una vez más, el ka’aguy póra imponía justicia en el monte.
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