por Susana C. Otero (adaptaciones)
Es un pez de vivos colores con reflejos dorados, su cuerpo es deprimido en su cola y está profundamente bifurcada. Su aleta dorsal es muy larga.
En el nordeste argentino, se conoce una leyenda según la que, en el comienzo de los tiempos, el sol no poseía rayos con los cuales hoy nos da abrigo.
Fue así como el buen hacedor Tupá decidió convertirlo en dorado, ese pez que hoy en día todos los pescadores persiguen con pasión.
Tupá no solo lo transformó en pez si no que lo hizo invulnerable a las flechas, eso le llamaba mucho la atención a los nativos que pretendían obtener su deliciosa presa.
Como ellos insistían en flecharlo, él recogía una a una todas ellas.
Luego las llevó consigo y así darse una forma de rayos luminosos poniéndolas alrededor de su incandescente disco de oro.
Desde ese entonces, el sol alumbra nuestro planeta dando luz y vida, día tras día.
Hay veces, como ésta que buceando en nuestra literatura no solo encontramos una leyenda, si no dos.
Vamos por la segunda versión.
Dicen que dicen...que vivían en su humilde maloca una humilde familia guaraní, a orillas del río Paraná.
Esta familia estaba compuesta por varios hijos pequeños. Gracias al esfuerzo de sus padres, los niños crecían sanos y felices pues sus mayores les dedicaban todo tipo de cuidados.
Había un hijo, al que nada lo conformaba, siempre estaba requiriendo más y más.
Nunca agradecía lo que sus padres hacían por él era inconformista por naturaleza y así fue creciendo.
La familia era valorada y querida en el entorno, pero el muchacho cuyo nombre era Angaá, como era su costumbre, solo pensaba en el y obtener riqueza sin importar como las conseguía.
Su egoísmo le impedía ver el esfuerzo de sus padres y hermanos, nada de los demás le importaba y así se los hacía saber.
Su ambición solo le hacía desear oro y más oro. Cuyo brillo lo había cegado completamente.
Era tan intensa su sed ambiciosa que no solo escatimaba tiempo en explorar y si era posible, adueñarse de todo el dorado metal.
De todas maneras, siempre estaba insatisfecho.
Había veces, que exponía ante su vista su brillante tesoro y lo veneraba.
Su desmedida necesidad del valorado metal lo hacía no tener a nadie en cuenta, él había perdido el respeto por los demás hasta el grado de olvidar al buen Tupá, a quién, su pueblo veneraba y le atribuían ser la deidad creadora de la luz y el universo, quien tenía su morada en el Sol como fuente de energía y luz.
Mientras tanto, y como era de esperarse, Tupá observaba el terrible egoísmo de Angaá, ya no toleraba más el desdeñoso comportamiento.
Cansado de verlo amar el oro y el brillo, no aguantó más y le gritó:
-¿quieres oro?, en oro te convertiré-, y fundió el cuerpo del codicioso Angaá en un pez dorado, siempre hambriento, voraz, al que todo le resulta poco.
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