La historia del benteveo, también llamado pito güe o bichofeo, que cuentan por la Mesopotamia argentina.
La creencia popular dice que el benteveo anuncia desgracias, por eso no es raro escuchar a las personas que lo ven o lo oyen cantar echarlo, correrlo, para de esa manera correr la mala suerte. Dicen, además, que también augura embarazos en la familia que vive en la casa en la que canta, lo que hace que las señoras cuando lo escuchan pongan especial cuidado en las hijas mujeres o en las mujeres jóvenes del hogar.
Pero veamos qué dice la leyenda de cómo es que este pájaro, al que hoy se le asignan estos presagios, llegó al mundo…
Leyenda del benteveo Hace muchos años, tantos que no se pueden contar, en una casa que estaba al margen de un frondoso bosque, vivía una señora que tenía casi cien años. Ella no estaba sola, junto a ella vivían dos jóvenes a los que había cobijado de muy chiquitos cuando los encontrara solos, sin padres y sin alimento.
La alimentación de esta familia del monte estaba basada en la recolección que hacían los huérfanos de las frutas y plantas que rodeaban la casa, la naturaleza era por demás generosa en esa zona, en muchas ocasiones, también cazaban perdices o pescaban en el río algún que otro pez. A la pobre anciana la acumulación de años le hacía cada vez más dificultosa la tarea de comer. Pero no existía cantidad de años que pudiera con su manía del tabaco, eso sí podía hacerlo y era una de las pocas cosas que quedaban en su vida que le daba placer.
Fumaba en una pipa larga y realizada con un palo largo que ponía entre sus dedos y acariciaba mientras se deleitaba en el sabor fuerte y áspero de hierba que se quemaba. Los varones le servían la pipa y le daban fuego. Ella muy contenta por la atención de sus muchachos pasaba el día recostada en una hamaca fumando. La comodidad en la que se sumergía su cuerpo al recostarse más el placer producido por el vicio hacían que la anciana no se moviera ni siquiera para volver a encender el fuego cuando la pipa se apagaba. Se desesperaba y llamaba a los jóvenes gritando “¡PITOGÜÉ, PITOGÜÉ!”, que en su lengua quería decir que se había apagado el pito o pitillo.
Los muchachos acudían prontamente al pedido de su madre adoptiva, estaban acostumbrados a estar pendiente del llamado que inexorablemente caería de un momento a otro. Ya acostumbrados a la demanda preferían atender inmediatamente el pedido de la vieja que escucharla quejarse porque el fuego se había extinto, tal solía ser su enojo en esos momentos que podía llegar a agredirlos físicamente, proferir insultos irrepetibles si se demoraban era normal. El carácter amoroso de la anciana que alguna vez se había compadecido de los dos pequeños desvalidos, se había convertido ahora en la cruz que pesaba sobre la espalda de los dos huérfanos. Ya no eran libres, el amor que los cobijara en el pasado ahora era el grillete que los apresaba.
El extremo al que había llegado la situación con la mujer y su pipa obligó a los hermanos a turnarse para salir a buscar el alimento y así no dejar a la vieja sola. Cuando querían jugar o emprender alguna aventura los dos juntos siempre estaba ahí el grito maldito impidiendo todo goce y recordando que había que volver para prender la pipa, para que la furia no explotara.
Harto de la situación llegó un día en que uno de los chicos dijo al otro:
-Nos vamos, yo no aguanto más, que se levante, que se lo prenda sola.
-¡No! ¡Cómo vamos a hacer eso! Ella es como una madre para nosotros, nos ha rescatado, nos ha criado, Dios se enfurecerá y seremos castigados…
No obstante el miedo al castigo divino, la idea de libertad se había plantado en sus corazones como una semilla que empezaba a germinar y crecer. Un día mientras la vieja dormía en su hamaca y luego de comer unas carnes asadas y algunos frutos del bosque, se fueron para no volver nunca más. La mujer quedó sola.
La anciana despertó y su pitillo estaba apagado, empezó a gritar para llamar a sus criados como lo hacía siempre, nadie respondía, nadie acudía a su llamado. Empezó a desesperar. A medida que pasaba el tiempo su ira crecía y el odio más negro invadía su corazón. No se movió, no pudo moverse más y poco a poco fue muriendo, pero antes de dejar este mundo se juró que volvería de entre los muertos para torturar a los que la habían abandonado hasta que murieran ellos también, así se daría por vengada. Y se murió.
Los muchachos seguían su camino. La libertad que consiguieron era solo aparente en su corazón pesaba la culpa de haber dejado a la mujer sola y sin decir nada. Era la culpa como el grito de la vieja, insoportable dentro de sus corazones.
Pasaron las horas, seguían caminando y de repente una mañana cerca del mediodía…
-¿Escuchaste?
-¿Qué cosa? ¿Por qué te exaltas tanto?
-Shhhh!!! La vieja nos llama, escuchá, se ha levantado, nos ha seguido, nos ha encontrado-dijo preso del pánico.
-Estás loco, hermano… no se puede mo… –y el grito hizo que no pudiera seguir hablando.
Muy cerca de ellos como si estuviera a sus espaldas se oía, estridente, ensordecedor, un grito, “pitogüé-pitogüé”. Sin embargo no había nadie. Y otra vez el grito, y de nuevo nadie. Lo único que encontraron los hermanos, que a esta altura estaban aterrorizados, fue un pajarillo posado en una rama. Cuando la pequeña ave abrió de nuevo el pico, otra vez: “pitogüé-pitogüé”. No podían creerlo, estaban muertos de miedo mirando anonadados al animal que se agarraba con las paptitas a la rama igual que la vieja agarraba la pipa con sus dedos encorvados. Siguieron observándolo y no salían de su asombro. En el pájaro encontraban a la vieja, su pico era como la nariz en punta de la mujer y sobre la frente, de lado a lado, cruzaba una raya que era igual a la sucia vincha que la vieja usaba para sostener su largo pelo blanco.
Corrieron, salieron espantados corriendo, el pajarito no dejó de seguirlos y de gritarles. No les alcanzaban las piernas para deshacerse del maldito animal y no lo lograron. El terror, el hambre y la razón perdida fueron más fuertes que el anhelo de libertad.
La vieja se había convertido en pájaro y se quedó a vivir en los árboles, atormenta a los jóvenes que andan dando vueltas buscando liberarse, les grita, les recuerda, que la pipa se ha apagado, que “bienteveo por más que quieras esconderte”
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