Y DICE ASI: El quirquincho fue un tejedor tan hábil como haragán. Una vez, como llegaba el invierno y no tenía con qué abrigarse, decidió tejerse un poncho.
Preparó la urdiembre en su telar de palos y comenzó a tejer con su maestría de siempre. La tela salía fina, apretada, flexible. Sería seguramente su obra maestra; él lo comprendía, y la miraba con orgullo. A los dos días de trabajo firme y entusiasta, la pereza lo dominó y descuidó el tejido. No sólo iba quedando floja y desprolija la trama, sino que, para terminar pronto, agregó hilos gruesos y groseramente retorcidos.
Con el tejido burdo aligeró el trabajo y ganó tiempo. Pronto estuvo la tela casi terminada. Antes de sacarla, el tejedor tuvo un remordimiento de conciencia, y volvío a tejer apretadamente y a manejar con prolijidad los hilos; pero la lista delicada constrastó visiblemente con le resto de la prenda basta. Cuando para castigar su haraganería y falta de prolijidad Dios lo convirtió en animal, el quirquincho llevaba puesto su poncho ridículo, que se endureció en forma de caparazón. Las placas pequeñas y apretadas de los extremos contrastan con las grandes y desiguales del medio. Las tejedoras comarcanas, que conocen la historia del quirquincho, ponen todo su amor y se celo en las hermosas mantas criollas que trabajan.
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