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Foto del escritorBuen Dia Corrientes

La leyenda del timbó, pacará u oreja de negro


Iraí!... ¡Hija mía!... ¿Dónde estás?... ¡Ven a mi lado! ¡No te apartes de tu viejo padre!... ¡Tú eres la luz de mis ojos, la alegría de mi corazón, el consuelo de mis penas, el apoyo de mi ancianidad!... ¡Tu cariño es el único sostén de mis últimos años! ¡No te alejes de mí, Iraí! ¡No me abandones nunca!

Quien así hablaba siempre a su hija era Isaraki, el viejo cacique de una tribu de indios timbúes que habían establecido sus tolderías en un hermoso lugar, a orillas de nuestro Paraná.

Isaraki, que había perdido toda su familia y se encontraba ya viejo y enfermo, adoraba a su única hija. Era tan grande el cariño que le profesaba que sin su compañía el anciano sentíase solo, triste y abatido.

Timbó, pacará u oreja de negro

Iraí era para él una hija solícita y cariñosa. Lo guiaba y lo acompañaba siempre, ayudándolo en todas sus tareas de jefe de la tribu; y como era joven, alegre y bulliciosa, sus risas y sus cantos regocijaban también el corazón del padre.

Iraí había llegado a ser, para el anciano, “la luz de sus ojos, el consuelo de sus penas”, como él le dijera.

Llevaban ambos en su choza una vida tranquila y apacible.

Pero una tarde Iraí notó que su padre estaba, al parecer, muy triste y apenado.

— Padre: ¿qué pesar afl ige tu corazón? ¿Qué pensamientos oscurecen tu alma y te hacen callary pensar tanto? — le interrogó con cariño Iraí.

— Hija mía — replicó el padre con los ojos llenos de lágrimas —, desde hace tiempo un solo pensamiento me tortura.

— ¡Dímelo padre... yo te ayudaré a desecharlo para que vuelvan la calma y la alegría a tu corazón! ¿Es que ya no confías en mí? ¿No crees que mi cariño pueda disipar tu penas? ¿No sabes que daría mi vida por verte contento y feliz?

— Iraí, mi dulce y bondadosa hija ...Tú no podrías aliviar mi dolor. Si...

— Si... ¿qué? — interrumpióle Iraí con viva ansiedad, deseosa de conocer el secreto temor de su padre

"oreja de negro"

— Si tú me faltaras, Iraí, me moriría de pena — continuó diciendo Isaraki.

— ¿Qué dices, padre? — interrumpióle nuevamente Iraí —. ¿Por qué piensas en ello? ¿Cómo podría abandonar a mi anciano padre, a quien quiero con todas las fuerzas de mi alma y con toda la ternura de mi corazón? ¿Crees que puedo ser tan ingrata que te deje solo un instante sin mi cariño, sin mi apoyo, sin mi guía? ¡Oh, padre mío... eres injusto si así lo crees!

— Iraí — dijo el viejo cacique al comprender que con sus palabras había entristecido a su hija —, olvida lo que te he dicho. Es tal mi cariño hacia ti, que la sola idea de perderte me llena de angustia y desconsuelo. Sé que nada te separará de tu viejo padre y que viviré hasta mi último día recibiendo como siempre tus cariños y tus cuidados. Y ahora, hija mía, ríe y canta para alegrar esta choza y para que nunca vuelva a entrar en ella la tristeza.

Calló Isaraki. Iraí guardó silencio. La naturaleza calló también: sobre el campo y sobre la selva caían los postreros rayos del sol poniente. Padre e hija sólo oyeron en aquel crepúsculo el susurro de la fronda de los árboles del bosque mecidos por la suave brisa primaveral.

Transcurrió el tiempo y un día llegó de lejanas tierras un apuesto guerrero que se prendó de la bellísima y bondadosa hija de Isaraki.

Ella enamoróse también de él y se casaron. Entonces emprendieron juntos el largo viaje hacia las tierras de donde él viniera.

El anciano cacique sintió destrozársele el corazón; pero no derramó ni una sola lágrima en la despedida. Sin embargo, le entró en el alma una tristeza honda, muy honda.

— Padre... ¡volveremos pronto! — le había dicho Iraí al partir.

Y él abrigaba esa esperanza, que era como un rayito de sol en la oscuridad de su pena.

Desde entonces, todas las tardes salía de su choza y se alejaba de ella en dirección al campo. Allí aplicaba su oreja a la tierra: el mejor medio de percibir los ruidos lejanos. Creía así oír alguna vez el paso de su hija que volvía.

Uno y otro y otro día, el anciano iba al campo y aplicaba su oreja a la buena tierra que había de avisarle el regreso de la hija ausente. Pero ésta, aunque recordaba a su padre y lo amaba como siempre lo había amado, no podía volver, y se resignaba pensando en él y pidiendo a Tupá que lo protegiera.

Una tarde, no volvió el viejo cacique a su choza.

En la tribu se alarmaron por su ausencia y salieron buscarlo en todas direcciones. Lo hallaron sin vida, en suelo, en la misma posición de aplicar la oreja a la tierra.

Lo levantaron, y ¡cuál no sería la sorpresa que recibieron, al ver que la oreja del cacique se desprendía y se queda allí, donde tantas veces él había querido percibir la llegada de su hija!

Nuestra leyenda cuenta también que después de transcurrido un tiempo, nació en ese mismo lugar una planta que creció hasta llegar a ser un hermosísimo árbol.

Los timbúes lo llamaron Cambá-nambí, que en su lengua significa “oreja de negro”.

Es el “timbó”, también llamado pacará.

Y decían nuestros indios que en este hermoso árbol, de elevado tronco y de frondosa copa en forma de sombrilla, mora el alma del viejo cacique para divisar desde lo alto la figura de la hija cuyos pasos nunca oyó y para cobijarnos a su sombra como un amoroso padre.


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