Muy duros eran los tiempos en que los conquistadores arrasaban con todo, imponiendo sus reglas, apropiándose de aquello que les placía y codiciaban, sin remordimientos ni respeto por lo ajeno.
El poder que les brindaban sus armas de fuego, su habilidad con las espadas y el miedo a lo desconocido que confundía a los pobladores originarios, les habilitaba a todo tipo de atropellos y depredaciones. Bien sabido es que en toda conquista el abuso a las mujeres está presente, y no fue menos en esta, que resultaba a ojos de los lujuriosos españoles un permiso de libertinaje del que carecían en su tierra.
Fue en ese tiempo cuando sucedió esta historia.
Un español, de cuyo nombre nadie quiso nunca acordarse, quedó prendado de deseo una tarde en que descubrió caminando por la sierra a una bella indiecita llamada Shullca. Desde ese momento su único pensamiento era poseerla para sí.
No podía pedirla a su padre en matrimonio pues era impensable semejante unión. No quería tampoco él tenerla por esposa. Confiado en su derecho la persiguió hasta encontrarla sola una mañana. Intentó primero seducirla, pero ella le rechazó. Quiso entonces tomarla por la fuerza, pero al intuir sus intenciones Shullca logró esquivarlo y corrió desesperada en busca de los suyos.
Ya cerca de su aldea, comprendiendo que no llegaría antes que el hombre la atrapase, trepó a un viejo y alto algarrobo que se alzaba en la cima de un cerro a orillas del barranco, sintiendo los pasos de él cada vez más cerca. En ese momento comenzó a soplar un viento intempestivo, que sacudía las gruesas y delgadas ramas de los árboles, asustando aún más a la jovencita, que a pesar de ello no dejó de trepar y trepar mientras el español trepaba tras ella susurrándole dulces palabras y prometiéndole que si bajaba no le haría daño.
Shullca no cedió, bien sabía ella las intenciones del hombre y la habilidad para el engaño que los forasteros tenían.
Despechado él cambió el tono y la amenazó, confiando en que el miedo la haría obedecerle, pero Shullca siguió subiendo hasta que le fue imposible continuar. En lo más alto del árbol que se bamboleaba sacudido por el viento, se supo atrapada entre el hombre que venía tras ella por un lado y el temible vació que parecía aguardarla por el otro.
Cuando ruegos, amenazas y gritos no fueron suficientes, el español sacó su puñal en un último intento de intimidarla. Shullca se negó a obedecer y el hombre le arrojó el puñal en el mismo momento que un viento despiadado arqueaba las ramas del algarrobo, inclinándolo hacia el vacío.
Herida de muerte cayó la joven y tras ella, despeñándose en las rocas el hombre.
Cuando la gente de la tribu llegó junto al árbol, corriendo furiosos pues de lejos habían visto lo sucedido, vieron con asombro que de la húmeda sangre de Shullca que había alcanzado el tronco, nacía una planta desconocida y bella, libre de ataduras a la tierra y al cielo. Una planta hija del viento a la que llamaron Clavel del Aire.
Es desde entonces este clavel que echa raíces en un sitio y otro solo por un tiempo, símbolo de libertad, de pureza e inocencia tal, que su sola presencia en cualquier sitio purifica el aire mismo.
Voces Correntinas
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