Mburucuyá
Lo más curioso del mburucuyá es su flor, en la que la imaginación popular ve la corona de espinas que le pusieron en la cabeza a Jesús, los tres clavos con que fue fijado en la cruz, las cinco llagas que laceraron su cuerpo y las cuerdas con que lo aprisionaron. Su fruto pequeño como un huevecillo y anaranjado, encierra unas semillas rojizas que se interpretan como las gotas de sangre coagulada que brotaron de las heridas del santo cuerpo. Todo este simbolismo cristiano se completa con la leyenda guaraní que conocemos y que relata lo siguiente: Un sacerdote llegado a las misiones del nordeste argentino con el propósito de predicar las enseñanzas del Divino Maestro, cruzaba todos los días la selva en busca de indios para convertir. Cierta vez al cruzar una picada, oyó el angustioso lamento de una niña que perseguida por un yaguareté, se había refugiado en las ramas de un débil árbol. Hacia allí se dirigió resueltamente el misionero, atrayendo sobre sí la furia del yaguareté, mientras gritaba a la desolada criatura que huyera velozmente para salvarse. Mientras tanto la fiera, dejando una presa por otra, se abalanzó sobre el sacerdote, y con zarpazos terribles y potentes destrozó su vida. La sangre regó el blando suelo, sobre el que al poco tiempo nació una planta, el mburucuyá o pasionaria, cuya flor recuerda al mundo la belleza de sufrir por el bien de los demás… La Flor del Mburucuyá Mburukujá era una doncella española blanca y linda, llegada a tierras guaraníes con su padre, un capitán. No era mburukujá su nombre cristiano, sino el que le daba quien la amaba furtivamente, un aborigen guaraní. Mburukujá y su amante se veían a escondidas del capitán español, que no hubiese permitido jamás que ella se esposase con un hereje y enemigo. El padre eligió al que deseaba que fuese marido de su hija: un bizarro capitán que la amaba, aunque de ella solo obtenía desdenes. Ella se negó a aceptarlo porque no lo amaba, y aquello exasperaba al viejo capitán, autoritario y despótico. Y así, los desdichados amantes se veían cada vez menos, a la tarde y a escondidas. Ella no podía salir de noche, ya que no lograba burlar la vigilancia paterna; pero él sí, siempre oculto en las sombras. Sólo al amanecer, se iba sin verla, pero confiando a la brisa algunos melancólicos sonidos de su rústica flauta de caña. Una noche dejaron de oírse estos sonidos… Mburukujá lo buscó a la noche siguiente, pero en vano. Pensó que estaba herido, que luchó con alguna fiera en el bosque, pero jamás que la pudiese olvidar. El amante no apareció. Desesperada por la angustia de lo desconocido, se volvió pálida y ojerosa, triste su mirada, muda en expresión dolorosa. A nadie podía hacer partícipe de su pena de amor. Al fin, un atardecer en que ella (como si aún aguardase) estaba mirando a lo infinito, vio aparecer entre los matorrales cercanos la figura de una vieja india. Era la madre del que bien la amaba y venía a narrarle su triste destino. Había sido asesinado por el padre de ella. Mburukujá se fue tras la india al sitio donde los restos mortales de su amado reposaban: una tumba aérea, según la costumbre guaraní, perdida en el bosque. Loca de dolor cavó una ancha fosa: depositó allí el cuerpo del que por su amor muriera, y sobre él se clavó el corazón (sangrante ya antes de ser herido) con una flecha que en tiempos mejores su amante le regaló. Y la pequeña flecha de plumas, quedó sobre el corazón de la muerta con una flor exótica de él brotada. La vieja india (según antes se lo indicó Mburukujá), se encargó de enterrar los cuerpos y, tiempo después, ella fue la primera en ver asombrada, cómo de aquella sepultura brotaba una planta no vista hasta entonces. Era el mburucuyá. Y sostienen los actuales habitantes de la selva y el río, que si en ella se ven los atributos de la pasión, es porque Jesús aprobó el sacrificio de la doncella.
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