Cuenta la tradición que cuando aún andaban por el mundo Tupá y Añang, llamando el uno al bien de los hombres y las bestias, y el otro luchando secretamente concitando el mal, existía una tribu inquieta, nómade y guerrera, sin arraigo ni paz. Tupá se llegó hasta esa tribu y alzando sus manos hacia el Sol, les habló llamándoles al bien y pidiéndoles que dejaran su vida de viajeros eternos y se afincaran, fundando el suelo y dando organización a sus familias y chozas.
Les aconsejó que buscaran terreno fértil y levantaran sus toldos, que él les daría ingenio y voluntad, que desarrollaran normalmente sus vidas. Pero Añang no descansaba, y cuando Tupá abandonó tierras para seguir su camino, aquél, ciego de ira lanzó un anatema terrible a la tribu buena; y allí mis convirtió cada familia en una macizo de paja brava, hirientes, ríspidas, agresivas y ariscas. Realizada su obra de mal, se alejó de los campos y se hundió en los Infiernos, enojado con Tupá. Cuando este regresó de su largo viaje y contempló la obra del Demonio, de nuevo con dulzura se dirigió a las plantas y dijo: - Añang castigó con crueldad mi obra en vosotras. Os hizo malas, agresivas, hirientes... Yo sin embargo os volveré buenas, cordiales, útiles. Floreceréis como todas las plantas, tendréis un penacho altivo y bello, que será símbolo de pureza, y tendrán utilidad vuestras hojas. Serán ellas las que protejan al hombre de la intemperie y el frio... Y volvió a caminar por el mundo, enseñando a indios y criollos a quinchar con paja brava.
Autora: Marisa López Palmeiro.
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